*En la imagen Golem con su manjar favorito.

Desde muy joven he convivido con tortugas que han estado a mi cargo. Aunque algunas podrían decir que aún pertenezco a dicha cohorte de edad, si la comparamos con la experiencia habitual de la persona media con estos distinguidos reptiles, la mía es notable. En todo este tiempo, he podido documentar ampliamente las distintas reacciones de mis invitadas cuando se encuentran con estos singulares convivientes. La decepción está casi siempre asegurada. Una de las preguntas más recurrentes que recibo es ¿Pero… te reconocen? (quizá solo superada por la no menos estúpida ¿Y… muerden?). Curiosamente, tales dudas suelen surgir en el preciso momento en que se produce una demostración inequívoca de su impertinencia, por ejemplo, cuando los reptiles muestran una clara preferencia por aquellos a quienes conocen, y una clara cautela con la desconocida invitada. Al observar con sus propios ojos comportamientos que implicarían dotarlas de cualidades aparentemente demasiado humanas, quizá imaginan que fingiendo tales dudas combaten un sesgo antropocentrista propio, cuando en realidad solo hacen alarde de éste. Y es que pensar que unos animales que nos llevan 219.7 millones de años de ventaja en este mundo son incapaces de entenderlo en aspectos tan básicos y extrahumanos como la discriminación guiada por sus sentidos, es tenerlos gordos. ¿De dónde surge esta pulsión por albergar dudas completamente infundadas sobre las mentes animales? Esto es algo que atañe a mis compañeras antropólogas. Por mi parte, en la presente, me limitaré a filosofar sobre las dudas menos razonables que despierta la cuestión de las mentes animales, empezando por la pregunta de la consciencia. ¿Realmente es legítimo preguntarse si algún animal no humano tiene experiencia consciente? Aquí vengo a sugerir que no lo es.

¿Pero… son conscientes?

Históricamente, una concepción errónea de la parsimonia científica en el asunto de la consciencia animal nos ha inspirado un entendimiento muy pobre de los contenidos de su mente y subjetividad. Que podamos explicar el comportamiento de una tortuga sin recurrir a nociones de consciencia o estados mentales no significa que sea más fácil, elegante o razonable hacerlo. Todo lo contrario, pues hacerlo impone una carga probatoria mucho mayor al tener que explicar por qué nuestras semejanzas fisiológicas, neuroanatómicas y conductuales no serían base suficiente para la consciencia. La mera afirmación de que el cerebro humano es suficiente para la experiencia consciente, mientras que el cerebro de una tortuga se queda en el casi, nos revela lo poco parsimonioso que resulta defender semejante arbitrariedad, pues conlleva una proliferación totalmente gratuita de teorías conductistas, excepcionalistas, solipsistas, y hasta teológicas, cada una generando más dudas que las que trata de resolver. Si privamos de estados emocionales conscientes a las tortugas y al resto de animales cuyos comportamientos nos inducen a atribuírselos casi por reflejo, entonces debemos explicar no solo cómo y por qué tales estados se realizan de manera única en nuestro caso, sino también por qué gran parte de lo que hace una tortuga no es lo que parece. Es decir, el neurocientífico se enfrenta a la tarea de encontrar la diferencia entre los dos cerebros que sugiere la existencia y la ausencia respectiva de tales estados, sin ni siquiera conocer de ninguna manera su ubicación ni el mecanismo de su producción, mientras que el etólogo ha de demostrar que cuando una tortuga actúa de manera territorial y agitada, en realidad no está sintiendo nada en absoluto. Por su parte, el biólogo evolucionista ha de demostrar exactamente cuándo ocurrió que un animal no consciente dio a luz a un animal consciente. Este enfoque carece de sentido. No es que haya suficiente evidencia experimental para superar nuestras dudas al respecto, sino que tales dudas no son razonables, ya que ningún experimento científico podría demostrar que ni siquiera otros seres humanos tienen experiencia consciente. La analogía es nuestra única herramienta analítica en este sentido, y toda la evidencia analógica presente apunta a que se cumplen los sustratos neurocognitivos necesarios para la experiencia consciente en todos los animales en los que nos hemos propuesto seriamente a investigar la cuestión.

Bueno vale, pero nosotros somos racionales y ellos no

Aunque a priori parezca extraordinario, este cliché, rotundamente falso a mi parecer, es en realidad una hipótesis para la que sí podemos obtener evidencia experimental que la corrobore o la desmienta. En efecto, en un estudio de 2019 [1] se demostró que los macacos Rhesus son, bajo ningún atisbo de dudas, seres racionales. Como científico, me incomoda estar citando el resultado de un solo estudio como una demostración aislada y definitiva de una hipótesis tan vagamente definida. Creo, sin embargo, que este es un caso especial, fruto de un diseño experimental brillante. El hecho de que no llenara titulares en su momento probablemente responda a la complejidad de los métodos. Es mi intención aquí volver accesibles sus métodos, razonamientos y resultados. Para explicar el diseño del estudio, hace falta conocer lo que son la inferencia transitiva y el aprendizaje por refuerzo. La inferencia transitiva es la capacidad de inferir información que no está presente de manera explícita en la presentación de un problema, pero que se deduce de las relaciones ordinales entre lo que sí está presente. Es decir, si A mayor que B, y B mayor que C, entonces A mayor que C. Dicha habilidad se ha demostrado empíricamente en todos los vertebrados con los que se ha estudiado. Evolutivamente, la necesidad de este tipo de razonamiento se puede dar cuando un animal C, tras perder un enfrentamiento físico con B, observa como B es derrotado por A. Aquí lo racional para C seria no retar a A. Sin embargo, los científicos suelen asumir que esta muestra de inferencia transitiva en los otros animales, no es más que el resultado de asociaciones por refuerzo, y no es fácil concebir un experimento que soslaye esta ubicua variable confusora. Volvemos a lo mismo de antes, mientras el humano deduce el orden implícito de los objetos de forma abstracta en su mente, vamos a asumir que el animal solo lo consigue a base de refuerzos positivos y negativos (ej. las palizas de A) sin que haya una racionalidad consciente tras ello. Aquí entra el otro concepto que cabe explicar, el del aprendizaje por refuerzo. En inteligencia artificial (IA), un modelo de aprendizaje por refuerzo se basa justamente en la estrategia que se les asume al resto de animales, prueba y error, reforzando con una recompensa aquellos comportamientos que maximicen un objetivo preestablecido. Armados ya con el conocimiento necesario, veamos el estudio.

En primer lugar, tanto los 4 monos como el modelo de IA fueron entrenados con una lista ordenada de ítems (A, B, C, D, etc.), mostrándoles pares de ítems contiguos. Los monos solo obtuvieron recompensa (cierta cantidad de agua) tras seleccionar el elemento que se situaría antes en la lista (elegir A, en el par A-B). Una vez entrenados, los monos debían elegir entre todos los posibles pares de ítems (B-G, A-E, etc.) el elemento que aparecería antes en la lista para conseguir la recompensa (B y A, respectivamente). En un primer escenario, la recompensa fue mayor para los ítems que eran correctos más veces (por ejemplo, la A siempre es correcta, y por tanto si el mono la escogía recibía una cantidad de agua mayor y el modelo un valor numérico mayor). Tanto los monos como el modelo de IA fueron capaces de hacer inferencias transitivas correctas. Hasta aquí todo bien. En el segundo escenario, y aquí viene la brillantez, las recompensas de seleccionar el ítem correcto se sesgaron de tal manera que sería imposible (matemáticamente hablando) para el modelo de aprendizaje por refuerzo deducir el orden de los elementos, pues aquellos que eran correctos más veces, daban siempre una recompensa menor que aquellos que eran incorrectos más veces, una recompensa de gradiente inverso (como la bautizaron). En este escenario, si lo monos eran capaces de deducir el orden implícito de los ítems, aun cuando las recompensas eran intuitivamente contrarias a éste, quedaría demostrado que la recompensa no es la única guía de sus decisiones. Y así fue. Los cuatro macacos fueron capaces, aunque con algunas dificultades más, de conseguir la tarea, mientras que el modelo no pudo aprender más allá del azar. Los investigadores concluyeron que los monos tienen que estar usando algún tipo de representación mental abstracta para tomar decisiones razonadas, no basadas únicamente en las recompensas esperadas. De esto podemos deducir, como mínimo, que los monos son animales racionales, si por ello entendemos que son capaces de usar la razón, y no solo el reflejo instintivo accionado por la asociación por refuerzo, para guiar sus decisiones. En vistas de que la inferencia transitiva es tan ubicua en el mundo animal, yo sugiero que la parsimonia nos impulsa a extender esta conclusión al resto de animales que demuestren ser capaces de dicho comportamiento, pues ya hay evidencia de racionalidad en al menos dos especies, y evidencia de ausencia en ninguna. Es importante condenar los métodos del estudio en cuanto al trato ético de los monos, pero aun en la condena, es útil recuperar aquello que se constata en estos experimentos para que al menos su sufrimiento no haya sido en vano.

Lo que tu digas, en cualquier caso, nosotros más, y mi padre le puede al tuyo

La última asunción infundada sobre las mentes animales que quiero discutir, aquí ya entrando más en una postura personal y controvertida, es la de que los animales sienten ‘menos’ y nosotros ‘más’. Esto es, que por mucho que se acepte que los animales albergan un mundo interno a tener en consideración, este es mucho menos rico, y sus experiencias subjetivas mucho menos sustanciales que las nuestras. Esta es una postura que incluso muchos veganos llegan a defender, pues no es necesario equipararnos en grado para concluir que su sufrimiento, por menor o menos sustantivo que este sea relativo al nuestro, supera el placer que cualquiera pueda obtener de los productos generados por la explotación animal. Sin embargo, me gustaría ponerla en entredicho. En primer lugar, aun habiendo visto que los monos pueden razonar abstractamente, es seguro asumir que los humanos destacamos sobremanera en el campo de la abstracción. De hecho, dependemos tanto de nuestros modelos mentales sobre el mundo que nos rodea, que, en mi opinión, esto es eliminativo de experiencia consciente. Pasamos gran parte de nuestra vida en piloto automático, abstraídos en nuestros enrevesados procesos mentales, prediciendo instintivamente nuestro cambiante entorno. Por ejemplo, cuando uno entra en una sala de oficina, no espera encontrar ahí un tigre, o una cascada. Normalmente nos encontramos con algo que se asemeja mucho a nuestro modelo mental de lo que es una oficina, algo así como una mesa, un par de sillas, y quizá algún tedioso compañero de curro.  Nada de esto nos resulta sorprendente cuando nos lo encontramos. No creo que pueda decirse lo mismo de los otros animales. Al no tener un aparato cognitivo tan desarrollado en el sentido de la abstracción, su experiencia del mundo exterior es mucho más inmediata, mucho más guiada por sus sentidos y, por ende, sostengo, más consciente. Ellos viven más en el momento, con toda su atención, con una incertidumbre mucho mayor sobre lo que habrá dentro de la oficina (quizá no descartan el tigre y se sorprenden con las sillas). El abuso del piloto automático es una indulgencia que solo los humanos, con nuestro córtex prefrontal más desarrollado, nuestras sociedades estandarizadas y rutinas previsibles, y nuestro lenguaje complejo y doblemente articulado, podemos permitirnos. Por otro lado, nuestra gran confianza en modelos mentales nos hace prestar menos atención a la información que recibimos de los sentidos, lo cual está intrínsecamente relacionada con la intensidad de la experiencia consciente. Así pues, mientras damos por hecho que la visión del halcón, el olfato del oso, o el oído del búho, superan con creces lo que nos permiten nuestros aparatos sensoriales, en términos de nocicepción nos autopercibimos a ordenes de magnitud por encima del resto, cuando tales suposiciones carecen de la evidencia necesaria.

¿Cuán intenso es el sufrimiento de un cerdo en una explotación porcina? Yo diría que muy intenso. Potencialmente más intenso que el que ningún humano pueda sufrir jamás. Los humanos tenemos recursos psicológicos, lingüísticos especialmente, que nos pueden ayudar a aliviar situaciones de sufrimiento extremo. Si nos rompemos una pierna en un accidente, quizá no podemos aliviar inmediatamente el dolor, pero si la angustia de saber que no es una herida letal, y que en un tiempo sanará. Si una de mis tortugas se rompe una pierna, esta puede no tener ni idea de cuáles serán las consecuencias futuras de esa confusión y dolor extremos que está sintiendo. Quizá se teme una muerte segura. Un cerdo en una explotación porcina no sabe qué hace ahí, no sabe cuándo va a acabar su tormento, no sabe por qué, ni podría entenderlo (ni yo mismo lo puedo entender). Ni siquiera puede montarse una película en la que todo ese sufrimiento que padece a diario incurrirá en un bien mayor que le transciende, si fuera el caso. Esto es parecido a cómo, de pequeños, cuando aún no hemos desarrollado suficientes modelos mentales sobre el mundo que nos rodea, cualquier experiencia es subjetivamente más intensa que en la adultez. O por poner otro ejemplo para visualizar mejor la experiencia consciente de la que estoy hablando, piénsese en los psicodélicos. Ciertas experiencias con psicodélicos pueden dar una sensación de consciencia que llamamos “elevada” (muy sugerente), donde se perciben todos los estímulos externos de forma augmentada, el ego desaparece, y el mero acto de tratar de articular en palabras aquello que se está experimentando demuestra la propia imposibilidad de hacerlo. Puede ser que esta sensación de libertad cognitiva, de éxtasis sensorial, dónde el mundo se vuelve inefable, descrita por muchos como una de las sensaciones subjetivas más transcendentales que el humano puede llegar a experimentar, sea en realidad parecida a la experiencia subjetiva cotidiana de los otros animales. Sobra decir que esta es otra duda irresoluble, lo que no implica que algunas potenciales respuestas sean mejores que otras. Espero que al menos mi propuesta dé que pensar.

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