En un estudio publicado en Nature en Octubre de 2022 [1], un equipo de neurocientíficas de la Universidad de Stanford dirigido por Sergiu Paşca demostró que un organoide de cerebro humano (un tipo de cultivo in vitro que simula órganos en miniatura) puede insertarse, crecer e integrarse en el cerebro de una rata de apenas 3 días de edad, convirtiéndose en parte funcional del circuito neuronal del roedor y participando activamente en procesos cognitivos ordinarios tales como el procesamiento de sensaciones y el control conductual. Las investigadoras nos informaban de que no se observó ninguna diferencia significativa entre ratas intervenidas y no intervenidas a nivel de comportamiento y rendimiento intelectual, insistiendo en que el circuito neuronal de la rata no se ve modificado, sino que las células humanas simplemente se integran y acaban conformándolo. Con esta técnica, afirmaron, aparecen nuevas posibilidades de estudiar el desarrollo y la posible patogénesis de enfermedades neurológicas humanas dentro de un marco «ético». Las investigadoras ignoraban hasta qué punto las intuiciones que las condujeron a adjetivar el experimento con semejante término chocan, diametralmente, con las defendidas por las que abogamos por el cese de la experimentación animal.

En su forma más simplificada, la oposición a la experimentación animal sostiene que su fundamento moral incide en una paradoja. El razonamiento es el siguiente; o bien el animal en cuestión no se parece a nosotras, en cuyo caso no habría razón para realizar ningún experimento, o bien el animal es nuestra semejante, en cuyo caso no habría razón para privarle de la misma consideración moral que nos atribuimos. La paradoja se materializa cuando, en el mismo acto de realizar experimentos con animales, asumimos explícitamente una semejanza que exigiría otorgarles una consideración moral que de facto deslegitimaría la propia experimentación. Trivialmente, el aumento en la semejanza neurofisiológica que el estudio nos plantea, exige elevar nuestra consideración moral hacia las ratas de manera concomitante, y a cuestionarnos su uso con fines investigativos en primera instancia. Al fin y al cabo, ¿Cómo es posible pensar en seguir realizando experimentos grotescamente perversos, que no aceptaríamos bajo ningún pretexto si se llevaran a cabo con humanas, una vez demostrado que la experiencia subjetiva de ambas especies parece estar gobernada por los mismos sustratos neurológicos? Estas investigadoras nos enseñan cuán posible es.

Con una indiferencia aterradora, sostuvieron que los resultados de su trabajo apuntaban a nuevas vías de experimentación neurológica cada vez más realistas, y aun y así, prácticas y éticas a su vez. Sergiu Paşca parecía tan cerca de atar cabos cuando afirmaba, en una entrevista que se le concedió, que “se tenían mil razones para creer que el trasplante no funcionaría, dadas lo drásticas que se asumían las diferencias entre especies a nivel de sustratos cognitivos y estructura neurológica”. Aun con todo, fue incapaz de ser impulsada por la consideración racional de los hechos que su propio equipo demostró, y se mantuvo imperturbable ante las obvias implicaciones éticas de su investigación. Como si la ética quedara relegada a filósofas e hippies de barbas exóticas, completamente divorciada de la practica científica neopositivista, cuando nada más lejos de la realidad. Bien podría haber dicho: “Ahora que hemos descubierto que humanas y roedores somos más parecidos de lo que nunca sospechamos, y que esas insospechadas semejanzas radican precisamente en características que históricamente nos han servido a los humanas para atribuirnos un valor intrínseco, ya podemos proceder a explotar aquellas implicaciones de lo descubierto que nos aportan beneficio dentro del establecimiento, y a ignorar aquellas que nos exigen reconsiderarlo”.

Para ser justas, sí que expresaron una preocupación ética, la de sobre-humanizar a las ratas intervenidas, quizá por temor a inducir en ellas comportamientos que las dificultaran aún más el seguir abriéndolas en canal con una consciencia tranquila. Claro está que lo que debiera informar sus preocupaciones éticas no es su tendencia a reconocer comportamientos humanizados en seres no-humanos, sino su capacidad para reflexionar sobre las implicaciones de una evidencia científica que resulta objetivamente verificable y susceptible de modificar sus intuiciones morales previas. Por otro lado, cuando insisten en hacer una demarcación ética entre la mente humana y las otras mentes animales, o bien tienen que asumir la carga probatoria de explicar por qué nuestras semejanzas genéticas, neuroanatómicas y conductuales no son base suficiente para la sintiencia, o bien tienen que indicar por que la sintiencia no es base suficiente para una inclusión seria y real en nuestro circulo moral. Claro que, a juzgar por los criterios de punto final humanitario vigentes, sabemos que efectivamente atribuyen sintiencia a los animales sujetos a sus experimentos, de modo que será la segunda (mucha suerte con eso).

Por recurrir a una analogía irresistible, uno se pregunta si estas investigadoras, de haber vivido en una época anterior, habrían alentado a la comunidad científica a seguir experimentando con personas racializadas para sacar provecho médico de la constatación de nuestras semejanzas (a la manera de los Estados Unidos con los experimentos de Tuskegee), completamente insospechadas por aquellas que genuinamente suponían que estaban tratando con seres de un orden inferior. Desgraciadamente, el caso de Sergiu y su equipo no es sino uno más en una larga y triste historia de discursos asépticos y negligencias éticas dentro de este enorme ejercicio especulativo que llamamos experimentación animal. La comunidad biomédica en particular, con su ejército de burócratas de bata blanca, se ha embarcado en una cruzada de creciente absurdez con el fin de conseguir animales (sujetos de experimentación) cada vez más fidedignos a nosotros en términos fisiológicos, sin límites ni control, sin reflexionar sobre sus actos, ignorando que, si nunca dejan de añadir granos a un puñado de arena, en algún momento tendrán que llamarlo playa.

[1] Sergiu P. Paşca et al. Maturation and circuit integration of transplanted human cortical organoids, 2022https://www.nature.com/articles/s41586-022-05277-w

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